Hay muchas maneras de analizar un incendio. Una es contar: hectáreas calcinadas, litros de agua, efectivos desplegados, grados en el termómetro, medias verdades, mentiras enteras, tralará. Otra: regresar a 2022 y entrar en la pupila fosforescente de Elena, vecina de Tábara, Zamora, resistiéndose a abandonar su casa y, con ella, toda su biografía. “Esta es mi vida, ¿dónde voy a ir?”.

Ni idea. No sé dónde vas a ir, Elena. Mejor dicho, no sé dónde fuiste. Pero sí tengo claro dónde mandar, en pleno 2025, a más personas de las que me gustaría. A la mierda. Pronunciada así, con la rabia inmortal de Fernando Fernán Gómez.

Lo terrible de la última oleada de incendios no son solo las llamas volviendo a relamer el plato y pidiendo postre, en un patrón sin fin. Es el fuego que arde en redes sociales, portadas de periódicos, atriles. Prende con rabia y prisa, se alimenta de doctrina barata y calendario electoral.

Y cuando no quedan más que los escombros de los recuerdos, te sientas a mirar el móvil. Y ahí, con el hollín todavía en la garganta, escuchas o lees a un montón de individuos enfrentándose como en una pelea de gallos

Que si las competencias y los incompetentes, que si la crisis climática y los ecolojetas, que si la especulación y el espectáculo, que si pirómanos y apagafuegos, que si las cabras y los cabrones, que si la culpa es de la Junta, del Gobierno, de Europa, de la madre que los parió o del padre que se fue a por tabaco.

Con tanto pimpampún, llega un momento en que nadie sabe ya qué muere: el monte, los embustes o la verdad. Y aún menos las causas exactas. El diagnóstico se carboniza en la refriega, entre tertulianos con ínfulas y hooligans que le hacen el trabajo sucio a dirigentes de saldo por cuatro tristes likes.

Todos ellos coreando siglas como goles provocan un estado de confusión comatoso. Pero hay algo más dramático: la sospecha permanente.

Al final, o casi desde el principio, mucha gente duda y acaba creyendo lo que se ajusta mejor a la circunferencia de su sesgo. Y si no encaja, tampoco es para tanto. Se inventa una teoría. Total, el gorrito de aluminio lo mismo protege de antenas 4G que explica por qué se chamusca la Península con tan caótica precisión este mes de agosto.

Y luego está la perversidad de quedarse al otro lado de la pantalla, ese cristal blindado que resguarda de la combustión, del humo, del llanto, que despersonaliza a todas las elenas para que la peña se entregue alegremente al lanzamiento de pullas.

Pueden ser contra el perro sanxe o la del uniforme de Dora la Exploradora, para sacar los colores a no sé cuál presidente autonómico o defender al que votó. Lo que toque según las orejeras ideológicas, hasta quedarse más a gusto que un cuñado en brazos.

Así funciona esta sociedad polarizada y líquida. Y así pasa: termina por arrasar eso que nos hacía al menos un poquito más sensibles que la mosca tsé-tsé.

Me refiero a la empatía, invento destinado a ordenar el caos de la esencia humana haciendo que nos pongamos en el lugar del otro. La necesitamos, muchísimo, más que las rotondas o el separador en la cinta de pago de un supermercado. Pero parece que está desapareciendo. O puede que se haya ido de vacaciones, como tú, como yo, como ese político al que tanto odias, y vuelva por Navidad. Igual que en el anuncio de la tele pero, a este paso, ya sin almendro.

Solo eres la excusa para una narrativa en disputa. La chuchería de cretinos empeñados en usar tu tragedia para sentirse vivos

Te pregunto: ¿y si fueran tus cosas?

Porque, en realidad, de eso va todo. De sentir. ¿Y si la catástrofe estuviera derritiendo las puertas de tu casa? ¿Puedes imaginar? El fuego, no como colorín en un gráfico ni arma arrojadiza, sino comiéndose tu PlayStation, la cocina donde cenaste anoche una tortilla francesa, el colchón viscoelástico, la vajilla que trajiste del pueblo. Reduciendo a cenizas el columpio donde jugaban tus hijas, la barra del bar en la que echas cañas, el banco donde se sienta tu abuela, el olor de tu barrio. Tu historia entera.

Y cuando no quedan más que los escombros de los recuerdos, te sientas a mirar el móvil. Y ahí, con el hollín todavía en la garganta, escuchas o lees a un montón de individuos enfrentándose como en una pelea de gallos. Tu pérdida, tanto dolor, convertidos en ruido de fondo de una discusión que en realidad no va contigo.

Entonces quizá es cuando lo entiendas. Solo eres la excusa para una narrativa en disputa. La chuchería de cretinos empeñados en usar tu tragedia para sentirse vivos. El desempate en un partido de fútbol. Y eso no tiene gracia. Ni decencia.

Así que mejor si te das cuenta antes de que te pase a ti. Y dejes de formar parte del rebaño.
Dicho esto, quiero seguir pensando que en el fondo la gente es buena. Pero hemos levantado un ecosistema que celebra la brutalidad por encima de la compasión. Un circo donde se aplaude más al que grita que al que escucha, al que dictamina que al que duda, al que simplifica que al que intenta comprender, al de los blancos y negros sobre el radiante arcoiris de los grises.

Y mientras jugamos al Monopoly de las culpas y relatos, la España rural se ahoga: ese 84% del país que ya sufría las consecuencias feroces del desequilibrio territorial, que se ha ido quedando sin médicos, sin tren, sin relevo generacional en los suelos que ahora crepitan.

La misma España que, con el aliento del fuego en la nuca, sabe que lo más difícil no es huir de las llamas. Es seguir escapando de la indiferencia, el lucro ajeno, la burocracia tramposa e infinita, los planes estratégicos redactados desde un despacho con aire acondicionado y el desdén capitalino que reduce su existencia a cuatro tópicos de anuncio de quesos.

La vida debería ir de eso: saber qué incendios sofocar y qué lumbres proteger, con la lucidez suficiente para no confundir churras con merinas

Esa a la que alguien con más torpeza que ingenio decidió calificar de “vacía”, cuando está llena de todo lo que ahora mismo nos falta como comunidad: silencio, lazos, la paciencia de la tierra, el conocimiento ancestral que no está en Wikipedia, la respuesta que nunca dará Grok.

No sé, seguramente quiero decir que lo que arde estos días no son solo bosques y pueblos. Se quema lo que nos mantiene en pie como sociedad. Y hace falta un cambio, sí: político, económico, cultural y, sobre todo, humano.

Tal vez se nos esté haciendo tarde, igual que a Rajoy en su visita al Prestige, Mañueco con los incendios de 2022, Sánchez cuando el volcán de La Palma o Mazón con la Dana. Pero nosotros no somos ellos, somos los que los pusimos.

Y ese poder, como advertía el tío Ben, conlleva una gran responsabilidad. La de preguntarnos de una santa vez quiénes somos, de dónde venimos, a dónde nos dirigimos, con quién y para qué. Si queremos avanzar de la mano, aunque sea a trompicones, o seguir cada cual en su trinchera con el bidón de gasolina.

Llámame ingenua, pero pienso que la vida debería ir de eso: saber qué incendios sofocar y qué lumbres proteger, con la lucidez suficiente para no confundir churras con merinas. De lo contrario, apaga y vámonos.