Sabemos desde antiguo que el fanatismo y el odio no tienen límites. Tampoco la sinrazón ni la estulticia intelectual encuentran diques. Acabamos de ver un ejemplo que compendia todo ello en el manifiesto suscrito por el asesino múltiple Javier García Gaztelu, alias Txapote, y sus ciento diez compañeros de banda terrorista. 

Porque resulta que a Txapote y sus colegas no les gusta que otros antiguos compadres hayan dado el paso de pedir perdón y admitir el daño psicológico que causaban a sus víctimas los 'ongi etorri', esto es, los recibimientos a miembros de ETA como si fueran héroes de la patria vasca. 

Txapote y compañía consideran que ese gesto que hicieron José Antonio López Ruiz, Kubati, y otros acusados mediante un acuerdo con la Fiscalía para evitar penas de cárcel supone "aceptar la verdad de los verdugos" y "criminalizar -sí, han leído bien- la lucha por la liberación de Euskal Herria". 

Catorce años después del anuncio de los atentados de ETA y siete años después de la autodisolución de la banda terrorista, Txapote, que tiene en su haber delitos como el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, se siente "criminalizado". Y sigue defendiendo su "lucha por la liberación".

Se ve como un mártir de una causa justa. Como si sus crímenes fueran conceptos abstractos y moldeables por la ideología de cada cual y, por ello, carecieran de culpa. 

Otros diez reclusos que cumplen condena por sus fechorías dentro de ETA consideran lo mismo. Y un centenar de expresos, gente que puede estar tomando café, viendo un partido de niños o paseando a nuestro lado en las calles de Euskadi, también ven así las cosas. 

Ni los casi 900 muertos ni los miles de heridos generados por su organización durante cuatro décadas les han hecho reflexionar lo suficiente como para arrepentirse. Se conoce que tampoco les han servido sus años cumpliendo condena en prisión. Ni el sufrimiento provocado a sus propias familias. Su fe sigue intacta, ciega, viscosa. 

Estas personas, repito, nuestros vecinos de ahora y de mañana, parecen añorar los tiempos de la dictadura del miedo y la ausencia de libertad. Años de sangre derramada y plomo. Época de barbarie y lágrimas desenfrenadas. 

Sin duda presos de una mentalidad tribal, siempre henchidos de victimismo y acaso espoleados por el terrorismo de Estado y otras vulneraciones de derechos que en efecto ocurrieron y no conviene minimizar, continúan instalados en la retórica de la "guerra", el "conflicto" y la "lucha armada". 

Sí, en 2025, cuando la enorme mayoría de la sociedad vasca ha pasado página, aunque sea con una amnesia colectiva preocupante, todo hay que decirlo, y cuando se van dando pasos lentos pero seguros hacia una reconciliación social -uno de ellos es el final de los 'ongi etorri' y otro sería honrar como merecen a los transterrados, pero falta mucho camino por andar-, Txapote y los suyos siguen en sus trece.

Que estas personas piensen así no sorprende a estas alturas. Tiene bemoles, eso sí, que ahora el señalado por ser un disidente sea Kubati, porque él, no se olvide, asesinó a Dolores González Katarain, Yoyes, para frenar las disidencias internas en ETA...

La pregunta que realmente tenemos que hacernos es cuántas personas en Euskadi opinan como Txapote y el resto de abajofirmantes del texto. Para responder y avanzar se necesita más honestidad y menos prejuicios. 

Es obvio que son minoría quienes piensan así, por supuesto. Pero acaso son más de los que creemos. Y, sean cuantos sean, la verdad es que a menudo asistimos a hechos inquietantes que parecen aislados pero en realidad están conectados.

Hace unas semanas unos jóvenes intentaban un linchamiento en Hernani al grito de "gora ETA militarra". Este verano imágenes de miembros de la banda, sean presos o fallecidos, vuelven a habitar en las calles de muchas localidades. En numerosas conversaciones hay quienes todavía tuercen el gesto cuando llamas terrorista a un etarra. 

Nos rodean otros muchos ejemplos que, nos guste o no admitirlo, evidencian que pervive entre nosotros una ETA sociológica. La de Txapote. La de los carteles en las fiestas. La de quienes todavía eluden condenar lo que pasó. La de los "presos políticos" y otros mantras tan repetidos como hueros. La de la desmemoria.

Todos estos síntomas demuestran, al cabo, que en nuestra sociedad quedan vivos demasiados rescoldos del terrorismo. Parecen invisibles pero están ahí, durmientes y peligrosos, quizás a la espera de que alguien los atice de nuevo. Apagarlos por completo no es una tarea sencilla ni cómoda, pero sí es necesaria.

Sólo lo lograremos si, por mucho que en la Euskadi de hoy aburra y no esté de moda mirar al pasado, redoblamos la deslegitimación de los terroristas cimentada en la verdad de los hechos, en la justicia y en la educación. Es hora de ejercitar y cultivar la memoria. Porque sólo al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.