La política y los problemas de la gente
Hay un mantra inevitable en los discursos que formulan diariamente políticos, periodistas y analistas de la cosa pública: que la política consiste en “resolver los problemas de la gente”. Concluyen que el fin fundamental de la política es resolver los problemas que tenemos las personas sencillas en nuestra complicada existencia.
¿De dónde viene esa curiosa ideación, que se ha impuesto a cualquier otra visión de la política? ¿A quién se le ocurrió esa idea vejatoria y denigrante de la condición de ciudadano?
Ni la política (ni los políticos) están para resolver mis problemas particulares. O los tuyos. Aún más: si depositas sobre ella (y sobre ellos) tan dramática esperanza, ya puedes esperar sentado.
Situar como brújula de la acción política la resolución, mediata o inmediata, de los problemas de la gente comporta dos presupuestos a cual más desalentador.
Por una parte, proyecta cierta concepción rebañega de la ciudadanía como una piara de seres incapaces de sostenerse por sí mismos. Es imaginar que las personas claman al poder para que derrame sobre ellas toda clase de bienes, servicios, auxilios y masajes, bajo la hipótesis de que sus problemas no tienen solución sin la asistencia (demiúrgica, casi divina) que comporta la política y su nutrida agrupación de sacerdotes.
Por otra parte, implica una concepción omnipotente del presupuesto público, en el que se depositan todas las esperanzas, hasta la esperanza fantástica, ilusoria, inconcebible, de que logre resolver esa hilera de problemas de todo tipo en que consiste la existencia.
Sin embargo, el fondo semántico de la palabra política nos remite a algo muy distinto: al gobierno o administración del Estado, o de la organización política equivalente, que se ha dado una sociedad para desterrar de ella la arbitrariedad y la violencia.
La política no es una diligente ambulancia que socorre a seres desmayados e incapaces. La política no es un hospital de campaña para seres quejumbrosos. La política establece las normas de juego de una sociedad segura y pacífica, donde los seres humanos puedan, en efecto, buscar su propia felicidad, construir proyectos personales, fundar familias o empresas, y establecer relaciones fértiles y constructivas, de orden económico, deportivo, religioso o cultural.
Hacer de la política un cuarto de socorro es una perversión de sus funciones y, sobre todo, de su naturaleza. Porque el político, en efecto, es un servidor de todos, pero no una especie de masajista diplomado.
La dialéctica de los partidos políticos alimenta esa perversión: la oposición detecta carencias sociales (incluso las magnifica), presupone que el gobernante es incapaz de resolverlas y exige, tras las elecciones pertinentes, un reemplazo en el poder. Y después serán los desalojados los que obren en consecuencia: tomarán la bandera de “los problemas de la gente” y, a la vista de su permanencia, exigirán un nuevo desalojo. Un círculo sin fin… y sin problemas resueltos.
La consecuencia de todo esto es inocular en la conciencia colectiva el convencimiento de que los ciudadanos no son responsables de su vida y de su suerte: cualquier desgracia (desde trágicos desastres naturales hasta mínimos contratiempos de intendencia) es fruto de la negligencia de los gobernantes. La dinámica de obtención de voto se funda en este presupuesto: los que mandan, ciudadano, deben resolverte la vida, y como no lo hacen apoya mi proyecto para desalojarlos del poder porque tu vida, entonces, podré resolvértela yo.
En la cultura política contemporánea retrocede el principio de la responsabilidad personal. Se consolida la fe fantástica en que el presupuesto público debe garantizar la satisfacción de todas las necesidades y todas las demandas de todas las personas. Y esa consoladora imaginación prospera del modo en que prosperan, en las sociedades satisfechas, las ideas increíbles, los proyectos imposibles y las promesas incumplibles.