Menos lobos, Caperucita: alegato a favor de la humanidad

Menos lobos, Caperucita: alegato a favor de la humanidad Cottonbro studio (Pexels)

Opinión AHÍ VAMOS, TIRANDO

Menos lobos, Caperucita: alegato a favor de la humanidad

  • No sé si será mi caso al defender que ni el oso es tan fiero como lo pintan ni el ser humano tan malo como parece
  • Más de la autora: El fin de la conciencia de clase
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Alguien dijo alguna vez que por la boca muere el pez. No sé si será mi caso al defender que ni el oso es tan fiero como lo pintan ni el ser humano tan malo como parece. Pero creo que nos esforzamos demasiado en mostrar y demostrar lo contrario.

Habitamos un mundo donde los ideales parecen caer más rápido que las hojas de otoño. Allá por Gaza, los cadáveres se siguen amontonando mientras Occidente debate si llamar cálculo estratégico a lo que claramente es genocidio. Y aquí mismo, en las esquinas de nuestra historia reciente, todavía resuena el eco de quienes pintaron dianas, apuntaron a matar y forzaron el exilio por pensar distinto.

Leo el último artículo de Alberto Lardiés y el latido se me hace pequeño buscando refugio. Habla de la pareja de periodistas que hace 24 años escapó de la guadaña por puro azar, porque el explosivo colocado por ETA en la entrada de casa falló. De cómo, aun sabiendo que dentro podía haber un bebé, cuatro hombres decidieron que arrebatar esa vida era un precio aceptable por defender su causa. Los mismos terroristas que, décadas más tarde, cruzan miradas con las víctimas en el dintel del juzgado y el suelo no tiembla bajo sus pies.

Entonces pienso en otras personas que tampoco tuvieron demasiada suerte ni reparación. Sin irse muy lejos, mujeres maltratadas y asesinadas por escoria que las considera trofeos de caza. En su caso no hay bombas junto a la puerta, pero sí cuchillos en las cocinas, manos apretando cuellos, palabras que humillan hasta diluir la autoestima, una estructura perfectamente diseñada para encontrar justificaciones, engordar el odio, asegurar el ciclo.

Historias sin perdices al final, de las que ya no sorprenden. Nos acostumbramos a que formaran parte del mobiliario humano.

Y por si eso no bastara, porque parece que siempre hay margen para que todo vaya un poquito peor, nos las vemos y deseamos en un sistema que perpetúa la precariedad laboral, acentúa las desigualdades y reduce a ficción cualquier tragedia lo suficientemente alejada de nuestra zona de confort. Que, ironías de la vida, mata de hambre a los osos polares mientras alguien paga más por un café con leche de avena que por un libro.

Es el mismo mercado que convierte la vivienda en privilegio y hace negocio de la salud, de la educación, de cualquier derecho que debería de ser sagrado pero se vende al mejor postor a la vez que nos provee de anestesiantes: Amazon, mindfulness, el invento de turno.

Y aunque hablamos del sistema en abstracto, de eso nada. Tiene rostro, nombres, los nuestros también. Ya sea por acción u omisión, lo modelamos y perfeccionamos entre todos.

Así que, a veces, damos mucho por culo. Tanto, que hay un montón de gente a la que le escandalizará más lo políticamente incorrecto de esta expresión que todo lo que ella misma provoca y permite, todo lo que deja pasar con un silencio cómplice que grita más que cualquier palabra. 

El ser humano es también quien descubrió las vacunas, abolió la esclavitud y formó Naciones Unidas. La misma especie que inventó la guerra creó la paz. La que fabricó las armas construye hospitales. Así de contradictoria, en su crueldad y resarcimiento

El hombre es un lobo para el hombre, dijo Hobbes. Y Rousseau, aunque en su romanticismo defendía la bondad de nacimiento, sostenía que la sociedad nos estropeaba hasta hacernos insoportables. A fin de cuentas hay argumentos de sobra para concluir que, desde Adán mordiendo la manzana, somos puro pecado: belicismo, injusticias, devastación del planeta…

Sin embargo, y pese al desahogo, ni con ésas me bajo del burro. Creo que pensar tan nefastamente del homo sapiens supondría ignorar el resto del cuadro. Hasta cuando el vecino decide perforar paredes a primera hora del domingo con la energía de quien intenta abrir un portal hacia una dimensión aún más caótica o el dueño del Husky vuelve a dejar el bombocito en la acera, incluso entonces, convendría detenernos y sacar las gafas de cerca.

El ser humano es también quien descubrió las vacunas, abolió la esclavitud y formó Naciones Unidas. La misma especie que inventó la guerra creó la paz. La que fabricó las armas construye hospitales. Así de contradictoria, en su crueldad y resarcimiento.

Da miedo. Y alivio. Somos nefastos en la gestión del mundo, pero no tanto como solemos creer. Al final, nos sale poner parches si rompemos el jarrón.

Y sobre todo está la cotidianeidad, esa rutina doméstica en la que tendemos a practicar una bondad desarmante, casi instintiva. Como si algo dentro de nosotros supiera qué es lo noble, aunque no lo razonemos. Un reflejo de que, en nuestro desorden, todavía late algo puro, que no puede contenerse y hace que todo, milagrosamente, siga funcionando. Piénsalo. 

Está el camarero que invita al café porque olvidamos la cartera y la enfermera que sigue sonriendo tras doce horas de turno. Quien deja libros en un banco del parque para que otros los encuentren y se pierdan en sus páginas. La profesora que cree en un niño que nadie más ve y el desconocido que devuelve intacta la cartera extraviada. La chica que organiza una recogida de alimentos para los damnificados por la DANA.

Por algo será que cuando buscamos sinónimos de bondad, hablamos de humanidad. Es nuestra esencia y brota sin pretensiones ni discursos.

Somos capaces de la vileza más fría, pero también de una generosidad abrasadora. Algo único entre lobo y cordero. Por eso si nos fijamos bien, más allá del ruido del taladro, la tormenta y el del mundo, todavía podremos escuchar la amabilidad de quien ofrece una mano, cobijo, algo de comprensión.

La crueldad nos sacude porque recuerda lo frágiles que somos, lo sencillísimo que es que todo se desmorone. Nos inquieta. Y da morbo. Y el morbo chilla. Y vende

Eso sí, hay que afinar oídos. Y abrir bien los ojos. Porque, pese a andar de postureo hasta las cejas, realmente la humanidad arrastra serios problemas de imagen. Vivimos en un mundo donde el mal tiene agencia de comunicación, jingle pegadizo y el mejor horario de emisión. Si algo explota o sangra, el político de turno gasta dinero público en corruptelas o un futbolista pone los cuernos, el suceso se amplifica hasta el hastío.

La depravación acaba ocupando todas las pantallas y, a fuerza de repetirse, invade nuestras cabezas. Seguimos la evolución de los acontecimientos con una mezcla in crecendo de horror y fascinación, hasta concluir que somos la peor amenaza de la Tierra.

Tiene lógica. La crueldad nos sacude porque recuerda lo frágiles que somos, lo sencillísimo que es que todo se desmorone. Nos inquieta. Y da morbo. Y el morbo chilla. Y vende.

La bondad, sin embargo, apenas susurra. Provoca pocos clics y menos trending topics. Pero ahí está, escondida en los pliegues de lo doméstico, como ese billete de cinco euros que encuentras en un bolsillo olvidado y te alegra el día.

Lo que sucede es que nos dejamos arrastrar por eso que psicólogos como Paul Rozin o Edward Royzman llamaron sesgo de negatividad: una especie de programación que nos permitió sobrevivir a las amenazas del mundo cuando vestíamos taparrabos, porque nos empujaba a fijarnos más en lo malo que en lo bueno.

Ahora ya no estamos en la prehistoria, no hay tigres en las sombras ni necesitamos recordar qué planta es venenosa. Pero ahí sigue.

Si buscamos bondad, lo hacemos en el lugar equivocado. Nos hemos acostumbrado a esperar que sea grandiosa, épica, digna del final de un peliculón. Pero no funciona así

Y existe otro motivo, más reciente, menos noble: vamos demasiado deprisa. Nos deslizamos por la vida como si fuera un tobogán de hielo pasando por alto esos pequeños gestos que, como el oxígeno, no se ven pero lo sostienen todo.

Al final solo percibimos las grietas más grandes, no las manos que trabajan para repararlas. Y tampoco vemos los intentos de cambiar el mundo: ejemplos de empresas responsables, de políticos comprometidos, personas que, día a día, suman para construir algo mejor. 

Además, si buscamos bondad, lo hacemos en el lugar equivocado. Nos hemos acostumbrado a esperar que sea grandiosa, épica, digna del final de un peliculón. Pero no funciona así.

Normalmente es sutil, anónima, discreta. La madre que hace malabares para que sus hijos crezcan felices. Ese vecino que riega las plantas cuando estás fuera. La periodista que sigue escribiendo porque, aun sabiendo que el mundo es terco, no se resigna a callar. La mujer maltratada que encuentra en una amiga el valor para escapar. La pareja de periodistas que, tras un atentado fallido, decide vivir sin odio.

No sé, supongo que Hobbes sabía de lo que hablaba, pero creo que olvidó hurgar en los rincones donde mostramos nuestra mejor versión. Menos lobos, Caperucita. Más confianza en la humanidad, por favor.